Lecciones del desierto:
Las reflexiones finales del abad Gregory Polan
El abad primado emérito Gregory escribió: «Para Poemen, nada menos que una total dependencia de Dios nos permitirá vernos como realmente somos. Si no tenemos nada en qué apoyarnos, nada que nos dé seguridad, eso nos lleva a vernos despojados de lo que nos da una falsa idea de quiénes somos en este mundo.»
25 marzo 2025
Ya han pasado ocho años desde que los abades benedictinos nos reunimos colegialmente. Desde entonces han ido surgiendo muchas cuestiones significativas para nuestro mundo, para la Iglesia, y para la Orden benedictina. Nos hemos enfrentado y seguimos enfrentándonos a un mundo dividido por la guerra, la violencia y la muerte en sus diversas manifestaciones, así como por las apariciones de diversos tipos de extremismo. De manera semejante, la Iglesia –de la cual creo que somos una parte vital– ha pasado por tiempos de sufrimiento y de sanación, de humillación y de gloria, de muerte y de nueva vida. La Iglesia nos ha señalado nuevas direcciones para el futuro a fin de volver a centrarnos en Cristo y en las verdades del Evangelio. Esto se verá siempre beneficiado por nuestra capacidad para relacionarnos sinodalmente unos con otros. Al igual que la Iglesia, también la Orden benedictina se esfuerza para hacer frente a la realidad que nos toca vivir: comunidades pequeñas y pocas vocaciones en muchas partes del mundo. Pero nos esforzamos también en buscar una sabiduría más profunda que nos permita trazar, a todos los niveles, nuevas direcciones para formar nuestras comunidades, incluidos las de los aquí presentes como abades y superiores. Así pues, ¿cómo hablar de nuestros desafíos sin que estos nos animen a renovar las distintas facetas de nuestra vida benedictina? ¿Acaso estas cuestiones no suponen nuevas oportunidades que nos permiten ver los problemas y planear una renovación continua y permanente de la Orden benedictina y de nuestra misión en Cristo? ¿Acaso no son una invitación a trabajar para que el espíritu benedictino permanezca vivo, íntegro y sano? Nuestra vida, sintetizada bajo el simple y profundo lema del Ora et labora nos, ofrece muchas vías por las que la nuestra Orden puede avanzar para convertirse en una entidad creativa y llena de esperanza, capaz de liderar la Iglesia. Hay muchas formas en las que podemos ayudar a la Iglesia y al mundo en las distintas facetas que han distinguido a los benedictinos a lo largo de los siglos: la liturgia, la oración, el silencio, la escucha, la contemplación, el diálogo, el ecumenismo, la moderación, la humidad, la obediencia y la hospitalidad.
No pretendo resumir en esta conferencia la situación de la Orden benedictina. De ello ya se encargarán los miembros del Sínodo de Abades Presidentes que han preparado sus respectivos informes y breves ponencias que iremos escuchando intercaladas durante los próximos días. Me gustaría, en cambio, dirigirme a ustedes simplemente como un hermano en el abadiato que ha asumido la tarea de continuar siendo abad, pero viviendo y trabajando en este lugar único y maravilloso que es San Anselmo en Roma. Puedo decirles –y seguiré profundizando en ello mañana al hablarles del papel del Abad Primado– que ésta ha sido una experiencia muy distinta de la que tuve como abad de la Abadía de la Inmaculada Concepción –más conocida como Conception Abbey– en el corazón de los Estados Unidos. Les agradezco sinceramente que hayan querido pedirme que asuma esta responsabilidad en San Anselmo para representar la Orden en tantos lugares del mundo. Debo también confesar que esta tarea ha puesto a prueba tanto los dones que Dios me ha dado como también aquellas habilidades que tenía sin desarrollar y que eran necesarias para cuidar a los miembros de San Anselmo y para afrontar las diversas situaciones en las que se encuentran las comunidades monásticas de todo el mundo. Esta tarea ha puesto a prueba mis habilidades, me ha mostrado mis flaquezas y me ha obligado a crecer: me ha hecho profundizar en mi madurez espiritual, me ha ampliado mis horizontes y me ha permitido ver cómo los monjes y las monjas de nuestra Orden muestran maneras maravillosas con las que el servicio que realizamos en favor de los demás consigue acercarles a Cristo a través del espíritu de san Benito.
Durante estos años como Abad Primado y viviendo en San Anselmo he ido desarrollando una amistad espiritual con los fundadores monásticos primitivos: los padres y las madres del desierto. En el siglo IV –tras el Edicto de Constantino– estos hombres y mujeres se refugiaron en los desiertos de Palestina y de Egipto. Huyeron buscando conocer el alma humana, y especialmente su propia alma. La soledad les proporcionó un espacio en el que poder reflexionar con una mirada penetrante: gracias a esto llegaron a tener una gran simplicidad y profundidad de corazón, así como también el don de hablar con acierto y con palabras de autoridad para responder a los desafíos de su tiempo. De este modo, dejaron un legado que todavía nos habla a los hombres de hoy. Aunque apenas citaran pasajes extensos de la Escritura, estaban, sin embargo, formados por el Espíritu divino que mora en la Palabra divina de las Escrituras. Las Escrituras habían penetrado en sus huesos y en su sangre, en sus mentes y en sus corazones. Aunque el emperador Constantino había concedido al cristianismo libertad de expresión, lo que estos monjes del desierto buscaban era una libertad que abriese sus ojos para ver con mayor nitidez, que abriese sus oídos para oír con mayor profundidad, una libertad que abriese sus corazones para percibir con más claramente en qué sentido el Espíritu Santo les impulsaba a actuar en aquellas cuestiones que exigían una seria reflexión. Huyeron al desierto para entrar en aquel lugar en el que Dios había hablado a los corazones de sus predecesores en la fe de un modo íntegro, sin división, y con una fuerza transformadora que los movió a una verdadera conversión del corazón. Les inspiró, sin duda, la profecía de Oseas: «la seduciré, la llevaré al desierto, y le hablaré al corazón» (2,16). A medida que fueron aumentando en número, acudieron nuevos y jóvenes buscadores que se preguntaban cómo conocer la voluntad de Dios. Sus preguntas y sus historias nos muestran qué penetrante era la sabiduría que les había enseñado la experiencia humana y el sufrimiento.
Hay muchas colecciones de escritos que recogen los dichos de los Padres del desierto. Entre estas colecciones resulta de gran utilidad la de Burton-Christie, La Palabra en el Desierto (The Word in the Desert) ya que señala los temas clave que los Padres más veces abordan en sus escritos. Leer la tradición del desierto es casi como leer el libro de los Proverbios. Los dichos breves y concisos nos obligan a parar y examinar qué es exactamente lo que su autor nos quiere transmitir. No creo, sin embargo, que baste una lectura superficial de estos textos. Fácilmente podemos aburrirnos y abandonar la tarea de leer lenta y atentamente estos dichos; es algo semejante a la tarea espiritual de la lectio divina. Me gustaría, por tanto, considerar cuatro de estos temas clave: 1) la importancia del conocimiento de sí; 2) de la paciencia; 4) de un profundo conocimiento de los salmos; y 4) de la paternidad espiritual y del amor fraterno. Se trata de dichos de la antigua tradición monástica y tienen, por tanto, un estilo muy distinto al nuestro, pero tienen también algo que decir al presente y a aquellos que tienen la tarea de formar las comunidades monásticas.
LA IMPORTANCIA DEL CONOCIMIENTO DE SÍ
El abad Poemen decía que el texto del versículo 23 del Salmo 55 (54) es esencial tanto para el monje como para el padre espiritual: «Encomienda a Dios tus afanes, que él te sustentará; no permitirá jamás que el justo caiga». El abad Pomen tomaba el texto de este salmo y lo modificaba para que dijese: «arrójate ante Dios; arroja tu persona y tus afanes ante Dios». Para Poemen solamente una absoluta dependencia respecto a Dios puede permitirnos vernos a nosotros mismos tal y como realmente somos. Si no tenemos nada de lo que depender, nada por lo que sentirnos seguros, entonces llegamos a un punto en el que nos vemos despojados de todas aquellas cosas que sirven para dar un falso sentido a nuestra identidad en este mundo. Éste es el conocimiento de sí que trae consigo el sentirse totalmente vulnerable frente a Dios. La importancia con la que la tradición del desierto habla del conocimiento de sí corrobora que éste es algo que aparece sin cesar en nuestras vidas. Una vez hemos llegado a ese punto en el que somos conscientes de quienes somos realmente, de lo que hay de único en nosotros (tanto positivo como negativo), de cuál es la debilidad que nos caracteriza… entonces logramos darnos cuenta de que este ejercicio de «arrojar nuestras personas y nuestros afanes ante el Señor» es un proceso que dura toda la vida. Cada día aparecen ocasiones en las que nuestra singularidad ante Dios se interpone en nuestro vivir con la libertad interior que distingue al monje.
Por el contrario, la confianza total en Dios nos da fuerza para mirar las cosas con esa libertad interior que nos permite juzgar rectamente. Esto no siempre es sencillo, pero resulta sumamente liberador cuando nos encontramos con una cuestión que exige una comprensión atenta y vemos entonces cómo surge en nosotros una libertad interior que nos muestra el camino a seguir. Cuando hay un verdadero conocimiento de sí, uno ve más claramente cómo juzgar lo que está bien y lo que está mal, lo que es provechoso y lo que no lo es. Cuando permanecemos solos ante Dios, sin la ayuda de ninguna otra persona ni ningún otro pensamiento, nos damos cuenta de quienes somos y alcanzamos una libertad para mirar la vida y todas sus complicaciones con una mirada segura, confiada y recta. Esto no sucede de la noche a la mañana. La consciencia de esta libertad interior aparece después de muchos años de mirar la vida desde nuestra total dependencia de Dios y de vivir bajo la guía del Espíritu Santo.
En la práctica, se plantean situaciones de cierta importancia que afectan a la nuestras vidas. Y, sin embargo, cuando tenemos este conocimiento de nosotros mimos y esta libertad interior, vemos claramente qué es lo tenemos que decidir, y así lo hacemos. No resulta fácil, pero uno puede mantenerse firme en su resolución gracias a que tiene esta libertad interior que ha recibido de la gracia de Dios y a que está abierto a la voz del Espíritu Santo. Ese antiguo refrán que dice: «sé fiel a ti mismo» expresa bien este conocimiento de sí y esta libertad interior.
LA IMPORTANCIA DE LA PACIENCIA
Hoy en día la vida va tan deprisa y esperamos resultados tan inmediatos que a menudo encontramos muchos casos de frustración con formas diversas. Cuando era niño, recuerdo que mi madre me decía: «recuerda que la paciencia es una virtud». Con el paso de los años he llegado a entender que para el mundo de hoy crecer en esta virtud es algo esencial. A menudo confiamos únicamente en los esfuerzos humanos de unos y de otros para lograr nuestros propósitos. Y, sin embargo, para nosotros, abades y padres espirituales de nuestras comunidades, la tarea de modelar los corazones humanos es una tarea a la que debemos dedicar nuestra oración, nuestra reflexión y nuestra paciencia, porque es Dios el que moldea y da forma a los corazones de los hombres de maneras mucho más maravillosas de lo que ninguno de nosotros hubiese podido hacer. Y muy a menudo, la gran sabiduría de Dios tiene un proyecto mucho más profundo y grande que el que nosotros estábamos intentando formar. Pero tenemos que aguardar, y así, al aguardar, somos pacientes con Dios para que Él realice con su gracia algo mucho más grande de lo que nosotros hubiésemos podido jamás imaginar.
Oigamos un dicho de la tradición del desierto que trata de esto: «Cuando el santo abad Antonio vivía en el desierto, su alma cayó en el hastío y en pensamientos de frustración, y se puso a decirle a Dios: “Señor, ¡como querría ser ya perfecto y que mis pensamientos no me hiciesen sufrir tanto! ¿Qué debo hacer en esta tribulación? ¿Cómo podré llegar a ser perfecto?”. Un poco más tarde, se levantó y se fue a caminar al aire libre y entonces vio a alguien. Al principio le pareció que se veía a sí mismo trabajando sentado; luego se levantaba del trabajo para rezar, y se sentaba de nuevo para hacer una estera de hojas de palma, y una vez se levantaba más para orar. En realidad, se trataba de un ángel que el Señor había enviado a Antonio para reprenderle y advertirle. Por eso, poco después de verle oyó dentro de su cabeza una voz que le decía: “obra así y llegarás a ser perfecto: ten paciencia”. Al escuchar estas palabras el abad Antonio se alegró mucho y esta advertencia le llenó de ánimo. Y al obrar así, encontró la liberación del alma que buscaba y pedía».
Una actitud paciente beneficia tanto al prójimo como a nosotros mismos. Cuando somos pacientes con alguien, esa persona recibe una bendición: saber que le hemos respetado, y que no le hemos presionado para que resuelva sus problemas. Dar tiempo para que se posen los pensamientos, los sentimientos y las reacciones le demuestra a la otra persona que no estamos jugando a un «juego de poder», a ver quién gana. Antes bien, la paciencia revela que queremos dar a los problemas el tiempo que sea necesario para poder discernir qué dirección se debe seguir. Nuestra paciencia puede ser así para ese miembro de la comunidad una enseñanza para cualquiera situación futura de su vida. La paciencia hace posible el vínculo de la comunión entre dos personas que primero no estaban de acuerdo y eventualmente lograron llegar a un parecer común y a una solución.
Por eso, a esta actitud paciente le acompañan muchas más bendiciones. En primer lugar, al ser pacientes reconocemos en lo profundo de nuestros corazones la necesidad de que Dios obre un milagro. De este modo nos convertimos, por tanto, en instrumentos de la obra de Dios, y esto debería hacernos sentir que tenemos un gran valor: ser instrumentos de Dios. En segundo lugar, al ser pacientes ponemos en manos de Dios el cuidado de nuestros hermanos o de nuestras hermanas de comunidad, y esperamos a que algo los mueva hacia el camino perfecto que Dios les ha preparado. En tercer lugar, al ser pacientes a veces descubrimos que nuestros planes bienintencionados para alguien no responden al plan de Dios para este hermano o hermana. O que el plan que nosotros esperamos todavía se está realizando en el misterio de la gracia según un «tiempo divino» y no según un «tiempo humano». En cuarto lugar, cuando se ejerce la paciencia una y otra vez, ésta llena nuestra alma de sosiego y nos da una paz que cambia nuestra manera de abordar las personas y en el modo como los demás acuden a vernos. Siempre es más fácil acercarse y estar dispuesto abrirse de corazón con un abad pacífico, tranquilo y comprensivo. Y, en quinto lugar –y probablemente se trata de lo más importante– cuando ejercemos la paciencia imitamos a Dios, cuya inagotable paciencia con cada uno de nosotros es una de las mayores bendiciones de nuestra vida. Si echamos la vista atrás y pensamos en todas aquellas veces que el Señor ha esperado que fuésemos pacientes, abiertos, prestos a escuchar su voz… veremos cuantas bendiciones nos ha concedido; y le estaremos muy agradecidos.
UN PROFUNDO CONOCIMIENTO DE LOS SALMOS
Los salmos son los compañeros de nuestra jornada. Cada día nos encontramos con ellos tres, cuatro o cinco veces, en función de la distribución de los salmos. Algunas comunidades recitan los 150 salmos enteros cada semana; la mayoría de comunidades recitan los 150 salmos a lo largo de dos semanas, y algunas comunidades pequeñas lo hacen en tres o cuatro semanas, en función del número de monjes que sean. Recordamos que estas oraciones fueron traducidas del original hebreo al griego, al latín, al siríaco y al arameo. Entre los fragmentos de los rollos del mar Muerto encontramos prácticamente casi todos los salmos. Sabemos, por tanto, que esta colección de plegarias ha sido recitada y empleada como fuente de oración durante más de 2500 años, tanto para el culto como para la oración privada. Los expertos que han estudiado la tradición del desierto señalan que la mayoría de citas provienen del Nuevo Testamento. Sin embargo, cuando se cita el Antiguo Testamento, lo que se cita, precisamente, son textos de los salmos. Y resulta interesante advertir que las citas de los salmos consisten a menudo en un único versículo que iban repitiendo muchas veces mientras tejían cestas o trenzaban esteras.
Raramente pensamos en hacer lectio divina y en meditar los salmos y, sin embargo, esto es precisamente lo que hay en el corazón de la recitación de los salmos en la Liturgia de las horas y en la tradición del desierto. La Instrucción general de la Liturgia de las horas establece claramente una distinción entre «recitar salmos» y «orar con los salmos». En las primeras ediciones de la Liturgia de las horas tras el Concilio Vaticano II, se insertaron breves oraciones colectas que acompañaban los salmos. Unas veces se recitaban en voz alta, otras veces se decían en silencio, y otras se omitían. Pero lo importante es darnos cuenta de que orar con el texto de los salmos es una tradición que va hasta los mismos inicios de la oración común. Debemos plantearnos por tanto esta pregunta: ¿de qué manera los textos de los salmos suscitan la oración en nuestros corazones? ¿De qué manera las palabras de los salmos encienden un fuego en nuestro interior que nos mueve a orar a Dios de corazón?
Señalo esto porque a veces puede ocurrir que nuestra recitación no vaya acompañada de ninguna pausa que nos anime a orar o a reflexionar. Como cualquier otro libro de la Biblia, también los salmos contienen la palabra inspirada de Dios. Dios nos habla a través de estas palabras y nos mueve a responderle. En los últimos años, el estudio de los salmos ha señalado que el primer salmo del salterio es un «salmo-torah», un salmo de instrucción. Tal vez este salmo nos indica que el libro de los salmos no es solamente una colección de oraciones, sino también una guía para llevar una vida recta y justa. Esto contrasta con la violencia y la guerra que invade nuestro mundo y nos llama a rezar por esta necesidad, por esta intención. Puedo asegurarles que el salterio ha sido desde el noviciado mi compañero constante de oración y meditación. El salterio reúne una multitud de diferentes oraciones en las que nuestro corazón pide ayuda ante las luchas de la vida contra los enemigos y ante la violencia de la guerra, pero también se eleva en una profunda alabanza y una sincera acción de gracias. Jamás podré dejar de recomendar que no se deje de crecer en un profundo conocimiento de la riqueza que podemos encontrar en el salterio: ¡cuan provechoso es para nuestro día a día, para nuestra oración cotidiana y para nuestra meditación diaria acerca de las direcciones que va tomando el mundo de hoy! Queridos hermanos y hermanas, ¡conozcan y amen el salterio!
LA PATERNIDAD ESPIRITUAL Y EL AMOR FRATERNO
Cuando leemos la Regla de san Benito, vemos que el papel del abad como padre espiritual aparece como la imagen más empelada para describir al que tiene que dirigir la comunidad. «Que los mandatos y doctrina [del abad] se difundan en las almas de sus discípulos como fermento de la divina justicia» (2,5). El abad «debe tener el mismo amor a todos y aplicar a todos la misma norma, según los méritos de cada uno» (2,22). «El abad debe acordarse siempre de lo que es y del nombre que se le da –Padre–» (2,30). Hay muchos más pasajes que tratan acerca de la paternidad espiritual del abad, y que ustedes ya conocen bien. Y, sin embargo, el título de padre espiritual presenta algunos peligros. Si se ejerce de un modo demasiado fuerte se consigue que los monjes se sientan como niños pequeños: personas sin responsabilidad, sin iniciativa, sin inteligencia. Si se enfatiza demasiado, puede llegar a crear una atmósfera de inmadurez que tiene unos efectos muy negativos en el crecimiento y la vitalidad de la comunidad. Y, a pesar de ello, cuando tenemos una conciencia fuerte de tener un padre espiritual como cabeza de una comunidad, entonces tenemos también confianza en que hay una buena voluntad en la comunidad, que hay un deseo por el bienestar de todos, y sentimos que tenemos un rumbo que se dirige al futuro.
Una de las maneras con las que la paternidad espiritual logra crear un equilibrio saludable es a través de un sentimiento de amor fraterno que viene del abad. Oigamos de nuevo la tradición del desierto que nos ofrece cierta perspectiva. «Una vez, el abad Juan subía desde Escete con algunos hermanos. El monje que les guiaba se equivocó de camino, pues era de noche. Entonces, algunos hermanos dijeron al abad Juan: “¿Qué haremos, padre, pues nuestro hermano se ha equivocado de camino y tal vez nos perderemos en la oscuridad o incluso moriremos en uno de estos senderos llenos de escollos? Y el abad Juan les dijo: “Si decimos algo negativo de él se sentirá mal y se desanimará. Lo que haré es fingir que estoy agotado y decir que ya no puedo caminar más y que necesito sentarme aquí hasta mañana”. Y así lo hizo. Y entonces el hermano dijo: “Yo tampoco debo continuar: me sentaré aquí a tu lado”. Y se quedaron sentados allí hasta la mañana para no desanimar ni herir al hermano». Aquí tienen el ejemplo de un abad que habló con vigor a sus discípulos y ellos siguieron su ejemplo. Vieron el amor del padre espiritual y desearon seguirle.
¡Qué importante es el amor a los hermanos! Cada monje necesita saber dos cosas: primero, que le aman y cuidan de él; y, segundo, que puede encontrar en la persona del abad a un padre espiritual. Estas dos cosas marcan la diferencia en la vida de una comunidad de un modo tan tangible y patente que se sabe que la comunidad vive del amor fraterno que mana de la relación que tienen con el padre espiritual. La palabra “amor” no siempre resulta cómoda de decir para los hombres. Algunos usan otros términos para describir el amor, tales como apoyar, animar, cuidar, empatizar, ser amable, comprensivo, compasivo… Todos estos términos pueden ser también útiles, pero no debemos olvidar el verdadero sentido de la palabra amor, ya que la Escritura nos recuerda que «Dios es amor y el que permanece en el amor, permanece en Dios» (1Jn 4,16b). Y también san Pablo nos dice en la Carta a los romanos: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado (5,5). Las Escrituras nos enseñan que, entre los discípulos, no siempre era fácil encontrar ese amor que Jesús les pedía. A veces para amar verdaderamente a uno de los hermanos o hermanas, hay que corregirle, hay que hacer que cambie de vida. Esta no es tarea fácil; pero si se hace con amor se convierte en algo de gran valor. Cuando un monje sabe que su abad le ama y cuida de él, que está dispuesto a sacrificarse por él, incluso cuando haya que hacer algún cambio por el bien de otra persona, si hay amor fraterno, entonces se forma una comunión de espíritus que manifiesta el amor de Dios presente en la comunidad.
Una cosa muy práctica y que ha sido muy importante para mí es rezar por los hermanos. No me refiero solamente a ver una necesidad y acordarme de esta en mis intenciones, cosa que también es importante. Más bien, tanto como Abad de Conception Abbey, primero, como ahora como Abad en San Anselmo, he procurado rezar por cada monje, cada uno por su nombre, todos los días. Y debo decir, por lo que respecta a mi comunidad de origen, que aún continúo rezando cada día por los monjes de Conception Abbey. Me gustaría creer que es por este motivo por lo que me siento tan feliz de volver a casa después de haber estado ocho años aquí en Roma. Sin duda, he amado Roma, he hecho aquí grandes amigos, he vivido muchas experiencias muy enriquecedoras y he valorado profundamente haber podido visitar tantas comunidades benedictinas de monjes y de monjas. Y, sin embargo, sé bien cual es aquel lugar que he amado profundamente y dónde me siento amado, sé bien dónde está mi hogar, y estoy deseando poder volver allí para retomar el siguiente capítulo de mi vida monástica.
En muchos sentidos, estas cuatro ideas -crecer en el conocimiento de uno mismo, mostrar la virtud de la paciencia, encontrar un hogar en los salmos y aportar amor a tu servicio como abad o abadesa- son sencillas pero distintivas, no sólo de San Benito, sino también de Jesús, tal y como se nos muestra en los Evangelios. Se nos confían almas humanas, hombres y mujeres con grandes ideales y también con personalidades y capacidades frágiles. Cuando nuestra relación con cada uno de los miembros de nuestra comunidad se convierte en una experiencia de comunión, una comunidad monástica muestra una vitalidad que sólo puede provenir de la gracia de Dios que actúa en ella. Cuando estamos dispuestos a recorrer el camino difícil con el otro, aunque no estemos seguros de cuál es el siguiente paso estamos llevando a cabo el trabajo de la Regla y del Evangelio. Aunque parece sencillo, es profundo y trascendental en la construcción del reino de Dios dentro de nuestras comunidades monásticas.
Antes de terminar esta charla, hay algunas personas a las que me gustaría agradecer públicamente la ayuda y el aliento que me han prestado durante estos últimos ocho años. El Prior de Sant’Anselmo, padre Mauritius Wilde de Münsterschwarzach, ha estado aquí conmigo durante los últimos 8 años. Le agradezco el generoso uso de sus habilidades y talentos en la organización de la vida del colegio. Cuando estoy lejos de Sant’Anselmo me siento seguro de que el cuidado de los monjes que viven y estudian aquí está en buenas manos. Agradezco también al Subprior, el padre Fernando Rivas, de la Abadía de Luján en Argentina, su generoso servicio tanto en el colegio como en el Ateneo. Ha multiplicado los programas de formación monástica en varios idiomas para benedictinos y cistercienses de todo el mundo. Agradezco al Rector del Ateneo, el padre Bernhard Eckerstorfer de la Abadía de Kremsmünster en Austria por su genio creativo en hacer avanzar nuestra universidad y formar una fuerte comunidad entre la facultad y los estudiantes. Agradezco al Padre Geraldo González y Lima su trabajo en la Tesorería y su labor como Procurador de varias de nuestras Congregaciones. El padre Geraldo es una de las personas más generosas que conozco, aportando sus talentos allí donde son necesarios. Mi agradecimiento se extiende también al padre Rafael Arcanjo, que también trabaja en la Oficina de Negocios y supervisa a nuestros voluntarios, quienes ayudan a que la vida siga avanzando aquí. Al Sr. Fabio Corcione, supervisor de nuestra Oficina de Negocios. Nuestros huéspedes son bien atendidos por el Padre Benoît Allogia de la Archabadía de Saint Vincent y el Hermano Victor Ugbeide de Ewu en Nigeria.
El cuidado de la casa como curator domus está hábilmente supervisado por el Padre Josep Maria Sanroma de Montserrat, que es también secretario del Prior. El Padre Laurentius Eschlböck, que es nuestro canonista y profesor, ha sido muy generoso en su tiempo y energía para ayudar con cuestiones canónicas y problemas que llegan a la mesa del Primado. Mi secretario personal en la curia, el Sr. Walter Del Gaiso, ha desempeñado de forma excepcional su tarea. Trabaja con esmero, generosidad y rapidez para realizar una jornada completa de trabajo, día tras día. Y como ustedes saben, «una buena cocina mantiene una casa sana y feliz», por lo que agradezco sinceramente a Antonio Giovinazzo y a su equipo en la cocina, de la que somos los felices receptores estos días. Y la última palabra va dirigida a los abades que han permitido a estos monjes estar aquí en Sant’Anselmo, hombres de talento a los que sin duda se echa de menos en sus comunidades de origen por los dones y talentos que generosamente comparten con esta comunidad de Sant’Anselmo. A vosotros, queridos hermanos-abades, os dirijo una sincera palabra de agradecimiento y profunda gratitud. Sant’Anselmo vive y respira nueva vida gracias a vuestra generosidad y a la abnegación de los monjes a los que permitís servir aquí con corazón generoso.
“No antepongamos nada a Cristo, y que Él nos lleve a todos juntos a la vida eterna. Amén” (RB 72:11).

